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LIBRO SOBRE LA “MÚSICA EN EL HOLOCAUSTO”
Por: Matías Recis - matias@reics.com.ar
Se publicó el libro “Música en el Holocausto”, de Shirli Gilbert

Melodías cómplices o intrépidas



La música, históricamente, representó un componente medular de la tradición y la cultura de cada pueblo. Este canal comunicativo y sanador, simbolizó para el nazismo su objetivo a neutralizar a medida que avanzaba sobre cada región (buscando así trastocar esas costumbres e identidades foráneas). Sin embargo, la imposición de su estética aria, no pudo subyugar aquellas otras raíces.

En este contrapunto fija su atención la investigadora Shirli Gilbert en su libro “La música en el Holocausto” (la primera pieza de una colección musical que dirige Diego Fischerman).

Este ensayo, editado por “Eterna cadencia”, analiza los guetos de Varsovia y Vilna; y los campos de concentración y muerte, como Sachsenhausen y Auschwitz respectivamente. De cada uno de estos espacio, la historiadora sudafricana incluye las canciones que los prisioneros escribieron (en su idioma original, transcriptas en partituras y traducidas al castellano por María Julia de Ruschi). Algunas viajaron, boca a boca, más allá de su lugar de origen (por eso circulan varias versiones de una misma canción). Así, oralmente, desembocaron en Gilbert estos versos que reflejan las vivencias y cavilaciones de estos presos -que utilizaron melodías del cancionero popular o del folklore yiddish-.

La autora analiza la organización piramidal que los prisioneros tenían en los guetos y campos. Aquí, una alta posición social, les otorgaba la posibilidad de acceder a privilegios como la música. A partir de este medio, los cautivos interactuaban, se comunicaban y divertían: se escapaban (psicológicamente y por unos instantes) de la desnutrición, el frío y las enfermedades. Mientras tanto, muchos de ellos, recibieron un trato preferencial, que incluso los salvó de la muerte.

Pero desde un enfoque en las antípodas, las autoridades nazis utilizaron la música durante el Holocausto con el fin de animar y tranquilizar a los reclusos: en el gueto de Varsovia, existieron teatros con gran concurrencia de los sectores sociales menos favorecidos. En estas salas, se podían apreciar ragtime estadounidenses, tangos y operetas; espectáculos de cabaret y comedias musicales. El repertorio estaba compuesto por piezas de Tchaikovsky, Mendelssohn y compositores arios como Bach, Beethoven, Schubert y Mozart. En paralelo, dentro de un marco de opulencias y lujos, las clases acomodadas disfrutaban del teatro de revista y conciertos de jazz y música clásica. En este contexto, se distinguió la calle Leszno, también conocida como “La Broadway del gueto de Varsovia”, ya que sus espectáculos escapistas, desafinaban entre tantos músicos hambrientos que tocaban en las calles aledañas a cambio de una ración de comida o unas monedas (un contraste que se repitió en Vilna).

Ahondando sobre la forma lenitiva con que el nazismo manipuló la música, Gilbert focaliza sobre Auschwitz (uno de los párrafos radiantes del libro). Aquí, cuando los prisioneros llegaban en los trenes, eran recibidos, a partir de 1944, en una estación con un inmenso jardín y música suave (como valses de Strauss); el mismo decorado se preparó para tranquilizar a los cautivos que descendían en Treblinka. Dentro del campo, eran obligados cotidianamente a cantar canciones ligeras (generalmente de origen folclórico yiddish) y nazis (cuyas letras luego eran alteradas por los presidiarios).

En este campo de muerte, las orquestas eran algo habitual y permanente. Tocaban cuando los cautivos iban al trabajo o cuando regresaban; también ofrecían alegres canciones y marchas alemanas, mientras se flagelaban o se ejecutaban a los prisioneros.

Otra de sus actividades, consistía en tocar para las SS -que a veces les pedían un repertorio prohibido, como era el jazz-.

En este predio funcionó la orquesta más numerosa entre sus pares (con una cantidad de integrantes que ascendió hasta ciento veinte) y otra compuesta íntegramente por mujeres. Pero entre los presos comunes de este campo, el acercamiento a la música era casi eunuco: predominó la interpretación vocal, ya que carecían de otros instrumentos. No obstante, se llegaron a componer varias canciones, entre ellas “El tango de Auschwitz”.
Recapitulando, aunque en algunos pasajes, la pluma de la autora de “La música en el Holocausto” repara en su regodeo sobre la muerte y la victimización de los cautivos, sus renglones trazan una mirada fértil y frondosa sobre la política cultural de este periodo: sus páginas pronuncian la resistencia y la diversidad genética de cada comunidad. De este modo, las formas musicales, inmunes a la ambición nazi de tergiversar y desmembrar sus cromosomas, se friccionaron para finalmente retroalimentarse y así perpetuar.